La mujer muerta levanta la cabeza y abre los ojos, su rostro se colorea,
sus rasgos adoptan la expresión de una horrible desesperación, y con voz
sombría exclama ¡En el Infierno, estoy en el Infierno!
Como ya lo dijimos, el dogma del Infierno se apoya en la palabra infalible de Dios; pero Dios, en su misericordia, para ayudar a nuestra fe, de vez en cuando permite que la verdad del Infierno se manifieste de manera sensible.
Este tipo de manifestaciones son más frecuentes de lo que pensamos; y cuando son verificadas por testimonios suficientes, se convierten en hechos irrefutables, que deben ser admitidos como cualquier hecho histórico.
He aquí uno de tales hechos. Fue probado legalmente en el juicio de canonización de S. FRANCISCO DE JERÓNIMO, y atestiguado bajo juramento por un gran número de testigos presenciales.
En el año 1707, San Francisco de Jerónimo predicó, según la costumbre, en los barrios de la ciudad de Nápoles. Habló del Infierno y de los terribles castigos que esperan a los pecadores obstinados.
Una cortesana desvergonzada que vivía en la vecindad, molesta por una predicación de San Jerónimo que despertó sus remordimientos, quiso fastidiarlo con burlas y gritos, acompañados de ruidosos instrumentos.
Estando ella en la ventana el Santo le gritó, "cuidado, hija mía; si te resistes a la gracia, antes de ocho días Dios te castigará”.
La infeliz mujer siguió empecinada en su actitud de burla. Pasaron ocho días y el santo predicador vino y se paró frente a la misma casa. Esta vez estaba en silencio, las ventanas estaban cerradas. Los oyentes, con el rostro consternado, le dijeron al Santo que Catalina, como se llamaba la malvada mujer, había muerto repentinamente unas horas antes.
"Está muerta", contestó; "pues que nos diga ahora lo que ha ganado burlándose del Infierno. Vamos a entrevistarla”. Dijo estas palabras en un tono inspirado, y todos esperaban un milagro.
Seguido por una gran multitud, subió a la alcoba fúnebre, y allí, tras rezar un momento, descubrió el rostro del cadáver y dijo en voz alta: "¡Catalina, dinos dónde estás ahora!"
La mujer muerta levanta la cabeza y abre los ojos, su rostro se colorea, sus rasgos adoptan la expresión de una horrible desesperación, y con voz sombría pronuncia estas palabras: "¡En el Infierno, estoy en el Infierno!"
E inmediatamente cae de nuevo, como un cadáver, tal como lo había hecho antes.
“Estuve presente en ese acontecimiento", dijo uno de los testigos que declaró ante el Tribunal Apostólico, "pero nunca podré describir la impresión que me causó tanto a mí como a los presentes; ni la impresión que todavía siento cada vez que paso por esa casa y miro por la ventana”.
A la vista de esta siniestra morada aún puedo escuchar el lúgubre grito: "¡En el Infierno, estoy en el Infierno!" (Padre Bach, vida de San Francisco de Jerónimo).
Introducimos ahora otro testigo de ultratumba.
La historia atestigua que cuando S. FRANCISCO JAVIER estuvo en Cagoshima, Japón, realizó un gran número de milagros, el más ilustre de los cuales fue la resurrección de una niña bondadosa.
Esta niña murió en la flor de la vida, y su padre, que la quería mucho, pensó que enloquecería.
Como era idólatra, no tenía consuelos en su aflicción, y los amigos que acudían a consolarle sólo aumentaban su dolor.
Dos neófitos que vinieron a verle antes de los funerales de su hija, a la cual lloraba día y noche, le aconsejaron que buscara al santo que realizaba tan grandes prodigios, para que le pidiera confiadamente su ayuda en relación con la vida de su hija.
- El pagano, convencido por los neófitos de que nada era imposible para el monje de Europa, comenzando a abrigar esperanzas contra toda posibilidad humana, y como es habitual en los afligidos los cuales creen fácilmente en aquello que les brinda consuelo, se dirige al padre Francisco, se arroja a sus pies y le ruega con lágrimas en los ojos que resucite a su única hija, diciéndole que sería como devolverle la vida a él mismo.
Javier, conmovido por la fe y la aflicción del pagano, se retiró con su compañero Fernández a rezar a Dios.
Habiendo regresado poco tiempo después le dice al afligido padre, "Vamos, su hija está viva”.
El idólatra, que esperaba que el Santo viniera con él a su casa, e invocara el nombre del Dios de los cristianos sobre el cuerpo de su hija, tomó esta palabra como una burla, y se retiró disgustado.
Pero apenas dio unos pasos, vio a uno de sus criados, que le gritó desde lejos con alegría que su hija estaba viva.
En seguida la vio venir a su encuentro.
Después de los primeros abrazos, la muchacha contó a su padre que tan pronto entregó su alma, dos horribles demonios se habían apoderado de ella y querían arrojarla a un abismo de fuego; pero que dos hombres de aspecto augusto y modesto la habían arrebatado de las manos de estos dos verdugos y le habían devuelto la vida, sin que ella pudiera decir cómo lo habían hecho.
El japonés comprendió quiénes eran los dos hombres de los que hablaba su hija, y la condujo directamente al Santo para darle las gracias por tan grande favor. Apenas vio al Santo con su compañero Fernández, ella gritó: "¡Estos son mis dos libertadores!" En ese mismo momento la hija y el padre pidieron el bautismo.
El Siervo de Dios BERNARDO COLNAGO, religioso de la Compañía de Jesús, murió en Catania en el año 1611 en olor de santidad.
En su biografía leemos que se preparó para ese gran paso con una vida llena de buenas obras y con el pensamiento continuo de su muerte, tan adecuado para llevar una vida santa.
Para conservar ese recuerdo sano, mantenía una calavera en su celda, la cual colocaba en un pequeño pedestal de tal forma que la tuviese siempre ante sus ojos.
Un día se le ocurrió que esa cabeza hubiese podido ser la morada de un espíritu que había sido siervo de Dios y que ahora era objeto de Su ira.
Por ello, pidió al Juez Supremo que lo iluminara sobre este punto, y que hiciera temblar este cráneo, si el espíritu que lo había animado estaba ardiendo en el Infierno. Apenas terminó su oración, el cráneo se agitó con un horrible temblor, por lo que era evidente que se trataba del cráneo de un réprobo.
Este santo religioso, favorecido con dones extraordinarios, conocía el secreto de las conciencias, y a veces los dictámenes de la justicia de Dios.
Un día, Dios le reveló la condenación eterna de un joven lascivo, la cual estaba haciendo sufrir a sus padres.
Este desafortunado joven, después de haber cometido todo tipo de desórdenes, había sido asesinado por un enemigo.
La madre, al ver tan triste final, se inquietó por la salvación eterna de su hijo, y rogó al Padre Bernardo que le dijera en qué estado se encontraba su alma. A pesar de sus súplicas, el Padre no le contestó ni una palabra, acentuando con su silencio que no tenía forma de consolarla.
Fue más explícito con uno de sus amigos. Cuando este le preguntó por qué no había dado respuesta a una madre tan afligida, el Padre le dijo abiertamente que no había querido afligirla aún más; que ese joven desvergonzado estaba condenado y que mientras oraba, Dios le había permitido verlo en un estado horrible y espantoso.
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