En Defensa de la Fe


Meditación Sobre La Vida Cristiana

Medito y me doy cuenta que la vida cristiana es posible porque Dios mismo es su origen y, al mismo tiempo, es el punto de llegada que garantiza su plenitud y su sentido. La vida cristiana es posible porque Dios existe y yo existo para él.

 



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Me doy cuenta que eso que llamo vida espiritual cristiana sólo puede suceder porque Dios se me da a conocer y me muestra, de múltiples maneras, lo que quiere de mí. Dios me propone algo, y especialmente, en la persona de Jesucristo, me propone un proyecto de humanidad.

 



Ahondando en mi experiencia puedo descubrir que el conocimiento de Dios es la clave de la vida espiritual. Percibo, igualmente, que entre más conozco a Dios (y lo conozco porque Él se deja conocer) más me conozco a mí mismo.

 





Me pregunto si es posible que Dios entre, de alguna manera, en el mundo creado y en la historia humana. Al examinar la Biblia toda descubro que sí: Dios entra en la historia humana, la acompaña, pero no me quita la responsabilidad que tengo de construir esa historia. Dios viene a mi encuentro no para desplazarme o suplantarme, sino para fortalecerme, a fin de que pueda cumplir mi tarea en el mundo.



 

Sigo meditando y descubro que Dios quiso entrar plenamente en la historia humana mediante la Encarnación de su Hijo Jesucristo. Le doy gracias por ello.



 

Leo todo el Nuevo Testamento (medito algunos pasajes claves) y siento que, a través de Jesús, Dios Padre me rescata del pecado, cuya raíz es el egoísmo. Y al liberarme del egoísmo Dios acorta la lejanía que me separa de él; esa lejanía que he ido (consciente o inconscientemente) fabricando con mis actitudes, comportamientos y opciones. Pido perdón por ello.



 

Oro y siento que esto que Dios hace conmigo también lo hace con todos. Quiere que todos los seres humanos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Veo claro que Dios tiene un plan salvador y que quiere realizarlo y compartirlo con cada ser humano. Bendigo a Dios por tanta generosidad.



 

Tomo uno de los Evangelios, leo de modo particular aquellos pasajes en que Jesús se encuentra con algunas personas, y capto que la persona entra en este plan salvador de Dios mediante su respuesta afirmativa. Entonces pienso: la entrada en la vida plena de Dios se me ofrece en Jesús, pero todo depende de la opción que tome. Pido, entonces, la ayuda del Espíritu de Dios, para tomar la mejor decisión, pues el rechazo de Dios y de su propuesta también es posible. 



 

Continuo leyendo el Evangelio y percibo que esa respuesta afirmativa se llama fe y que esa fe es poderosa si es sincera. Me examino y percibo que mi fe es muy pequeña.  Vuelvo a orar y le digo a Jesús: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”.



 

Miro a mi alrededor y me doy cuenta que hay personas que viven sin saber que Dios existe. Es como si su espíritu se hubiese apagado. No las juzgo, pero siento que se pierden de lo mejor. Hablo con Dios y le pido que, por cualquier “huequito” entre en sus vidas.



 

Sigo meditando y entiendo que la fe es una actitud de confianza y de abandono en Dios. Es un “abandono confiado” en sus manos, en su amor. Pongo mi vida delante de Jesús y me doy cuenta que estoy muy lejos del amor y que la fe me empuja a entrar por los caminos de la conversión (volver a Dios y dejarme transformar por él) y de la consagración (ser de Él y para Él). Le pido al Espíritu Santo ayudarme en esta tarea, le ruego ser mi maestro interior y mantenerme unido a Jesús.



 

Me pregunto si Dios ya había comenzado esta tarea de hacerme su “consagrado” y me doy cuenta que sí. Ya desde mi bautismo él me había consagrado para él, para el bien, para el amor. Pero esta consagración afecta y compromete la totalidad de mi persona. Me doy cuenta que me he acostumbrado a entregarle a Dios sólo pedacitos de mí, pero no la totalidad de mi ser. Constato que hay espacios de mi vida donde no le permito entrar…Y Él, respetuoso, permanece fuera, a la espera. “Mira, estoy a la puerta y llamo”



 

Sigo meditando sobre el significado de ser “consagrado” y percibo que esta consagración, expresada y celebrada en el bautismo, me introduce en una alianza de vida y de amor con Dios. Mejor aún: Dios me busca, me llama y me introduce en una relación de alianza en la cual es más lo que recibo que lo que doy. Adoro a Dios por ser tan amoroso y generoso.



 

Me pregunto ¿cómo puedo vivir cabalmente esta alianza? Quedo sin respuesta. Mis fuerzas y mis capacidades no dan para tanto. Me siento pequeño, frágil, limitado. Pero quiero estar en esta alianza. Entonces oro, diciendo: ”Señor, no soy digno de que entres en mí, pero una Palabra tuya bastará para sanarme”.  Y siento que él me responde: “Mi gracia te basta”. Descubro entonces que es Dios mismo quien me capacita mediante su gracia, es decir, mediante su presencia amorosa siempre activa. Dios no me resuelve todo, pero me llena de su poder, de su sabiduría y de su amor.



 

Descubro que en esta aventura no camino sólo. Muchas personas han llegado a la fe en Jesús antes de mí y conmigo. Otras muchas llegarán después. La fe y la gracia las vivo en Iglesia y, al mismo tiempo, percibo que Dios no se agota en la Iglesia y que su gracia se hace presente en el mundo de muchas maneras. Vuelvo sobre este descubrimiento y repito: en la Iglesia y en la oración vivo la experiencia de la gracia. Pido, entonces, con humildad: “Señor Jesús, enséñame a orar”Y orando pido por toda la Iglesia, por todas las Iglesias que se dicen ligadas a Jesús. Y vuelvo a pedir: “Que las Iglesias escuchen lo que el Espíritu les  dice”.



 

Trato de ver el camino recorrido. Han pasado muchos años. He participado de la Iglesia durante mucho tiempo. He pasado por altibajos; por momentos de gran fervor, por etapas de crisis y hasta por recorridos de enfriamiento e indiferencia. Veo que la vida espiritual se funde con la vida… La vida con toda su complejidad. Hago silencio y percibo en mi interior la voz de Dios que me dice: “has perdido el ardor del primer amor”. Entonces oro pidiendo recobrar ese primer ardor.



 

Contemplo por unos instantes mi entorno; percibo la naturaleza; pienso en la cantidad de gente que se mueve en la ciudad, en el país, en el mundo y me digo: hay tantas cosas por hacer. Entonces caigo en cuenta que eso “por hacer” es la misión. Pido al Espíritu que me ayude a descubrir, para esta etapa de mi vida la misión que debo realizar. Percibo así que, en su plan salvador, Dios me llama para abrazar una misión; y que esa misión se realiza dentro de las condiciones concretas de la vida: la familia, el trabajo, el ejercicio de mi profesión, los problemas sociales; las luchas, sueños y esperanzas de la humanidad. Entonces recuerdo las palabras que Jesús dirigió a Dios Padre cuando oraba por sus discípulos: “Padre, no te pido que los saques del mundo, son que los libres del maligno” y “Como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Consérvalos en la Verdad”.



 

Medito en la misión que debo realizar. Quisiera tener las cosas claras, pero no es así. Me muevo a tientas, pero no me desanimo. Continuo perseverando en mi deseo de creer y de permanecer unido(a) a Dios. De una cosa estoy seguro: la misión es imposible si faltan la fe, el amor y las virtudes. Pienso en la palabra virtud. Casi nadie habla de virtudes hoy. Pero, viéndolo bien, ellas son dinamismos vitales que movilizan a la acción y que generan una manera de ser y de estar en el mundo. Hago silencio y trato de hacer una lista de virtudes lo más extensa posible. Luego, revisando la lista, me pregunto: ¿Cuáles de esas virtudes son reales en mí? ¿Sobre cuáles virtudes debería trabajar? ¿Cómo potenciar algunas de ellas?



 

Termino mi meditación haciendo resonar en mi mente y en mi corazón las siguientes palabras de Jesús: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” Entonces descubro con claridad que el proceso de la vida cristiana no termina aquí, en este mundo. Dios me llama a entrar un día en esa dimensión llamada Vida Eterna. Pero esa Vida Eterna está innegablemente ligada a la Vida Terrena. Entonces pido al Espíritu la gracia de vivir con los ojos dirigidos hacia la Vida Eterna pero con los pies bien puestos sobre la tierra.



 

Textos bíblicos propuestos para enriquecer esta meditación:

·         Salmo 139 (138) 1-18

·         Marcos 10, 35-45

·         Marcos 7, 31-37

·         Carta a los Romanos 7, 14 a 8, 17


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