En Defensa de la Fe


El Concilio Vaticano II puso a la conciencia humana por encima de la Ley Divina

El Papa Pablo VI promulgó el 7 de diciembre de 1965 la Declaración Dignitatis Humanae que echó por tierra la supremacía de la Ley Divina sobre la conciencia humana, abriendo de par en par las puertas al indiferentismo religioso (todas las religiones son válidas) bajo la apariencia de “derecho a la libertad religiosa”. El indiferentismo religioso se propagó desde ese momento por el mundo católico, yendo de la mano de otra gran herejía, el falso ecumenismo (“la fraternidad entre creencias” que en la práctica es el maridaje entre la Verdad y el Error)



Dicha declaración fue una muestra de los frutos del Concilio. ¿Qué comenzó a suceder como consecuencia? Todo en la Iglesia pareció cambiar: los sacerdotes se casaron, las monjas abandonaron la práctica religiosa, el Santo Sacrificio de la Misa cambió y las enseñanzas previamente establecidas quedaron abiertas a discusión. Todo esto socavó la creencia de que la Iglesia es la guardiana de la verdad inmutable que Dios nos exige seguir.



El Papa Pablo VI promulgó el 7 de diciembre de 1965 la Declaración Dignitatis Humanae que echó por tierra la supremacía de la Ley Divina sobre la conciencia humana, abriendo de par en par las puertas al indiferentismo religioso (todas las religiones son válidas) bajo la apariencia de “derecho a la libertad religiosa”El Papa Pablo VI promulgó el 7 de diciembre de 1965 la Declaración Dignitatis Humanae que echó por tierra la supremacía de la Ley Divina sobre la conciencia humana, abriendo de par en par las puertas al indiferentismo religioso (todas las religiones son válidas) bajo la apariencia de “derecho a la libertad religiosa”



(Nota: esta página está basada en la traducción libre de un extracto del artículo de Robert Morrison en The Remnant titulado “El Vaticano II y la deformación de las conciencias católicas”)



«Es imposible hablar con veracidad de la libertad, de la conciencia, de la dignidad de la persona humana si no es teniendo como referencia a la ley divina»

«Es imposible hablar con veracidad de la libertad, de la conciencia, de la dignidad de la persona humana si no es teniendo como referencia a la ley divina». (Arzobispo Marcel Lefebvre; tomado de su intervención de septiembre de 1965, leída en el Concilio Vaticano II)


A los ojos de quienes quieren imponer sus perversas agendas a la sociedad, el obstáculo a vencer dentro de los católicos es cómo lograr la deformación de conciencias debidamente formadas en la Fe. Si un católico tiene una conciencia bien formada y la firme determinación de seguirla, preferirá morir antes que aceptar males prohibidos por la Iglesia católica. A lo largo de los siglos, nuestros enemigos se han aventurado a resolver este problema de dos maneras generales: por una parte coaccionándonos o manipulándonos para que abandonemos nuestra determinación de seguir nuestras conciencias previamente formadas, y por la otra, tratando de deformarlas. En gran medida, la revolución del Concilio Vaticano II logró ambos objetivos en favor de nuestros enemigos.



La conciencia del hombre es recta cuando está en armonía con la ley de Dios

Muchos católicos de hoy no entienden que debemos formar adecuadamente nuestras conciencias. Por ello vale la pena revisar lo que la Iglesia siempre ha enseñado sobre el tema. Como con tantas otras cuestiones, la serie de tres volúmenes, Radio Replies (que presenta las respuestas a miles de preguntas abordadas por el P. Leslie Rumble y el P. Charles Carty, en su programa radiofónico de los años 30) ofrece una respuesta católica sólida a la cuestión de si la conciencia de una persona supuestamente es infalible:


«No. La conciencia de un hombre no necesariamente es siempre una conciencia verdadera. Un hombre puede deformar su conciencia. Y del mismo modo que puede formarse un juicio erróneo en literatura, ciencia, economía, negocios o deporte, también puede formarse un juicio erróneo sobre lo que es una conducta moral correcta o una conducta moral incorrecta. La conciencia es recta cuando está en armonía con la ley de Dios. Si no está en armonía con la ley de Dios, entonces es una conciencia errónea. Y sabemos por experiencia que los hombres han hecho a menudo el mal bajo la creencia de que tenían razón. Sin embargo, cuando la conciencia está equivocada, de modo que un hombre hace el mal de buena fe, tenemos que preguntarnos si ese hombre es responsable por su falta de conocimiento o no. Si es responsable, porque ignora cosas que debería saber o que estaba obligado a saber, no puede ser excusado del pecado». (Tomo 3, pregunta 994)


Así pues, nuestra conciencia solo es recta cuando es conforme a la ley de Dios; y actuar conforme a una conciencia errónea es pecado si debíamos o estábamos obligados a conocer la verdad. Para la mayoría de los católicos que han alcanzado la edad de la razón, por tanto, es difícil escapar a la culpa por actuar de acuerdo con una conciencia errónea, porque generalmente estamos obligados a conocer (o buscar) la verdad sobre la fe y la moral.



Entonces, ¿cómo ha deformado las conciencias la “revolución” del Vaticano II?

Para tener una visión inicial de la cuestión, podemos recurrir al libro de Frank Sheed, de 1968, ¿Es la misma Iglesia?, sobre las secuelas del Concilio Vaticano II, en el que describe el impacto de los desacuerdos entre los obispos en el Concilio:


«Para un gran número de católicos fue una experiencia estremecedora enterarse de que los obispos estaban divididos; de hecho, si hemos de creerle a los periodistas, estaban encarnizadamente divididos. Una cosa era aceptar las decisiones de los sucesores de los Apóstoles en toda la majestuosidad de su unidad. Sin embargo, no era lo mismo cuando las decisiones se tomaban por mayoría, después de (si le creemos a los periodistas) presiones y recriminaciones no muy diferentes de las de los políticos de cualquier lugar del mundo». (p. 63)


Con esta visión sutil pero esencial, Sheed evocó la realidad de que los católicos confiamos en la Iglesia católica para formar nuestras conciencias porque percibimos con razón que la Iglesia tiene como misión la salvaguarda de las verdades que Nuestro Señor quiere que todos creamos y acatemos. Pero si vemos por el contrario que los obispos se oponen unos a otros, o a sus predecesores, en cuestiones fundamentales de fe y moral, los católicos podemos llegar a dudar de que la Iglesia sea realmente la más importante fuente de revelación de la verdad en el mundo. Sheed prosiguió añadiendo otras dos discusiones: el debate de ese momento sobre la anticoncepción y el trato ecuménico del Concilio a los no católicos:


«El efecto de todo esto es hacer mucho más difícil la tradicional aceptación incondicional, especialmente en un asunto como la anticoncepción (que puede afectar a la gente de forma continua, inmediata y a veces agonizante), como no pasa con las enseñanzas doctrinales. Quienes no estén convencidos por las declaraciones del Papa al respecto, pueden pensar que su decisión personal corresponde a su propia conciencia. Y aunque el Concilio Vaticano II habla “muy lúcidamente” sobre los derechos de los hombres que están por fuera de la Iglesia a seguir sus propias conciencias, no he encontrado que el Concilio discuta la relación de la conciencia católica con respecto a sus enseñanzas o mandatos si dicha conciencia siente tales enseñanzas o mandatos contrarios a si misma». (pp. 63-64)


(Nota del editor: el Concilio declinó obedecer el Mandato de Nuestro Señor "de convertir a todas las naciones". El Concilio no habló de buscar convertir a aquellos que están por fuera de la Iglesia, para que de paso sus conciencias se ciñan a la ley de Dios)



El Concilio Vaticano II hizo que muchos católicos dejaran de creer en la obligación de seguir todas las enseñanzas inmutables de la Iglesia

Antes del Concilio, los católicos en general tenían claridad de que no hay salvación fuera de la Iglesia (salvo las excepciones ordinarias) y que estaban obligados a seguir todas las enseñanzas inmutables de la Iglesia. Sin embargo, para un sinnúmero de católicos, el Concilio socavó por completo estas verdades básicas. Y así vemos a Sheed (cuyos libros todavía se encuentran en las librerías católicas tradicionales) preguntándose entonces sobre si un católico debía seguir las enseñanzas de la Iglesia cuando tales enseñanzas entraban en conflicto con su conciencia.


¡El Concilio Vaticano II puso la conciencia humana por encima de la ley divina!


Más allá de la evaluación de Sheed sobre cómo las discusiones del Concilio moldearon el sentimiento católico general sobre la conciencia humana, podemos fijar nuestra atención en la Declaración que hizo el Concilio Vaticano II sobre la Libertad Religiosa, Dignitatis Humanae, la cual afirma:


«Por su parte, el hombre percibe y reconoce los imperativos de la Ley Divina a través de la mediación de la conciencia. En toda su actividad, el hombre está obligado a seguir su conciencia para llegar a Dios, fin y propósito de la vida. Por consiguiente, no se le puede obligar a actuar de manera contraria a su conciencia. Por otra parte, tampoco se le puede impedir que actúe de acuerdo con su conciencia, especialmente en cuestiones religiosas».


Aunque en otros apartes, el documento animaba a los cristianos a «prestar atención a la sagrada y cierta doctrina de la Iglesia» para la formación de sus conciencias, el pasaje anterior fue a la vez el punto focal de las peleas entre obispos y finalmente la innovación que marcó el tono de la enseñanza postconciliar. Además, en este pasaje no se insinúa en absoluto que un alma pueda extraviarse siguiendo una conciencia errónea.



El arzobispo Marcel Lefebvre se opuso a la herejía acerca de que la conciencia humana está por encima de la ley divina

Nota del editor: a pesar de todos sus esfuerzos, el arzobispo Lefebvre no logró que tal herejía se convirtiese en uno de los errores más graves emanados del Concilio.


En varias intervenciones durante el Vaticano II, el arzobispo Marcel Lefebvre intentó persuadir a sus compañeros Padres conciliares para que rectificaran esta concepción errónea sobre la conciencia:


Noviembre de 1963. El arzobispo Lefebvre comentó el siguiente pasaje del borrador de la Declaración sobre la libertad religiosa: «La Iglesia católica reclama, como un derecho de la persona humana, que a nadie se le impida cumplir y proclamar sus deberes públicos y privados para con Dios y los hombres... según la luz de su conciencia, aunque esta sea errónea». He aquí la respuesta del arzobispo:


«El orden universal creado por Dios, ya sea natural o sobrenatural, está, de hecho, en oposición esencial con esta afirmación. Dios fundó la familia, la sociedad civil y, sobre todo, la Iglesia, para que todos los hombres pudieran reconocer la verdad, estar prevenidos contra el error, alcanzar el bien, ser preservados de los escándalos y alcanzar así la felicidad temporal y eterna.» (Lefebvre, Yo acuso al Concilio, pp. 19-20)


Diciembre de 1963. En unas observaciones enviadas a la Secretaría del Consejo sobre el proyecto de esquema para la Declaración sobre la libertad religiosa, el arzobispo Lefebvre escribió lo siguiente:


«Esta concepción de la libertad religiosa tiene su origen y su forma en una idea muy difundida hoy en día entre la opinión pública, fundada en la primacía de la conciencia y en la libertad con respecto a toda restricción. . . La conciencia no puede definirse sin relación a la Verdad, ordenada como esencialmente está a dicha Verdad. . . . La conciencia, la libertad, la dignidad humana, solo poseen derechos en la medida en que están en relación esencial con la Verdad». (Lefebvre, Yo acuso al Concilio, pp. 24-26)


Octubre de 1964. La sexta intervención del arzobispo Lefebvre en el Concilio trató también de la Declaración sobre la libertad religiosa:


«Esta declaración sobre la libertad religiosa debería abreviarse, como ya han dicho varios Padres, para evitar las cuestiones controvertidas y sus peligrosas consecuencias. . . Entre los diversos actos de conciencia, los actos interiores de religión deben distinguirse de los actos exteriores, pues los actos exteriores pueden edificar o por el contrario causar escándalo. . .. Hay que prestar atención a las gravísimas consecuencias de esta declaración sobre el derecho a seguir la voz de la propia conciencia y actuar exteriormente según dicha voz. Y, de hecho, una doctrina religiosa influye lógicamente en toda la moral. ¿Quién no ve las innumerables consecuencias de este orden de cosas? ¿Quién podrá determinar la línea divisoria entre el bien y el mal cuando se ha dejado de lado el criterio de la moral conforme a la verdad católica revelada por Cristo?». (Lefebvre, Yo acuso al Concilio, pp. 47-48)


Septiembre de 1965. La undécima intervención del arzobispo Lefebvre en el Concilio trató también de la Declaración sobre la libertad religiosa:


«La libertad nos es dada para la observancia espontánea de la ley divina. La conciencia es ley divina natural inscrita en el corazón y, después de la gracia del bautismo, es ley divina sobrenatural. . . . Es imposible hablar con veracidad de la libertad, de la conciencia, de la dignidad de la persona humana si no es por referencia a la ley divina. . .. Como solo la Iglesia de Cristo posee la plenitud y la perfección de la ley divina, natural y sobrenatural; como solo ella ha recibido la misión de enseñar esta ley y los medios para observarla, es en ella donde encontramos a Jesucristo, que es nuestra ley, y lo encontramos en realidad y en verdad». (Lefebvre, Yo acuso al Concilio, p. 64)



La Declaración Dignitatis Humanae plasmó la herejía de la supremacía de la conciencia humana sobre la Ley Divina

Se puede ver claramente cómo el arzobispo Lefebvre entendió los peligros que presentaba el tratamiento que Dignitatis Humanae hacía de la conciencia humana. Como indicó Monseñor Bernard Tissier de Mallerais en su biografía del arzobispo Lefebvre, el comentario del 3 de diciembre de 1965 de Monseñor di Meglio atestiguó el hecho de que muchos otros Padres Conciliares también se opusieron a Dignitatis Humanae:


«Para un notable número de Padres conciliares la enseñanza y las aplicaciones prácticas del esquema no son aceptables en conciencia. De hecho, el principio fundamental del esquema ha permanecido inalterado a pesar de las enmiendas que se han introducido: es decir, el derecho al error. . . Dado que la declaración sobre la libertad religiosa no tiene valor dogmático, los votos negativos de los Padres conciliares constituirán un factor de gran importancia para los futuros estudios de la propia declaración y, en particular, para la interpretación que se haga de ella.» (pp. 310-311)


Desgraciadamente, el hecho de que la declaración no tuviera «ningún valor dogmático» a los ojos de los Padres conciliares que se opusieron a ella no impidió que fuera una justificación para cambios monumentales en lo que la Iglesia conciliar enseña sobre la libertad religiosa y la primacía incluso de una conciencia errónea.



Los efectos negativos del Concilio Vaticano II fueron (y siguen siendo) catastróficos para la salvación del alma de millones y millones de católicos

Algunos pueden objetar que las innovaciones del Concilio relacionadas con la conciencia se aplicaron principalmente a los no católicos (esto formaba parte de la investigación de Sheed más arriba). Pero las innovaciones de la Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa y de conciencia eran solo una parte de un bombardeo general contra la forma en que los católicos entendían la fe:


  • Como podemos ver en las intervenciones acerca de la Declaración sobre la Libertad Religiosa, los obispos se enfrentaron en relación a la forma cómo el Concilio podía contradecir lo que la Iglesia siempre había enseñado, poniendo en duda la certeza de que la Iglesia es la que dice la verdad por designación divina.


  • El impulso ecuménico (el falso ecumenismo) por parte del Concilio también confundió a los católicos al socavar la certeza de que no hay salvación fuera de la Iglesia católica: si ya no fuese así, ¿por qué los católicos tendrían que cumplir mandatos difíciles que de otra parte los protestantes desconocen?


  • Los debates sobre la anticoncepción añadieron un componente emocional a todo esto, y normalizaron de hecho el rechazo de la enseñanza moral católica. Una vez que uno podía elegir seguir una conciencia errónea por encima de la enseñanza de la Iglesia en un asunto puntual, no había ninguna barrera real para proceder de la misma manera en cualquier otro asunto.


  • Poco después del Concilio, todo en la Iglesia pareció cambiar: los sacerdotes se casaron, las monjas abandonaron la práctica religiosa, el Santo Sacrificio de la Misa cambió y las enseñanzas previamente establecidas quedaron abiertas a discusión. Todo esto socavó la creencia de que la Iglesia es la guardiana de la verdad inmutable que Dios nos exige seguir.


  • Con el tiempo, los seminarios se corrompieron cada vez más, dando lugar a sacerdotes mal formados que se convirtieron en los obispos heréticos que vemos hoy en día. Una vez que tenemos obispos abiertamente heréticos, a muchos católicos les resulta difícil creer que están obligados a obedecer a la aparente jerarquía de la Iglesia.



El arzobispo Lefebvre tuvo claridad acerca de la catástrofe que se estaba gestando con el Concilio

El arzobispo Lefebvre predijo que habría «consecuencias muy graves por culpa de esta declaración acerca del derecho a seguir la voz de la propia conciencia y actuar exteriormente de acuerdo con dicha voz».


Como hoy es evidente, el arzobispo Lefebvre estaba en lo cierto.


Esto, sin embargo, no es razón para desesperar: las verdades inmutables que el arzobispo Lefebvre creía en aquella época siguen siendo verdaderas hoy y siempre lo serán.


Quienes siguen esas verdades honrarán a Dios; de hecho, uno honra a Dios aún más cuando debe adherirse a la verdad inmutable en oposición a los enemigos que intentan persuadirnos de que la abandonemos.


También tenemos la bendición que surge de la tragedia postconcilio: hoy vemos más claramente que nunca que los papas anteriores al Vaticano II tenían razón: nos dijeron que estas catástrofes ocurrirían si los católicos abandonaban la verdad. Por lo tanto, cada daño que se añade a la revolución del Concilio Vaticano II confirma que lo que los papas anteriores al Concilio dijeron, era cierto y sigue siendo cierto.



Hoy también podemos caer en la trampa de no hacer caso de lo que la Iglesia siempre ha enseñado y en cambio seguir lo que “la conciencia nos dicte”

En un nivel práctico más inmediato, es evidente que existe un gravísimo peligro al pretender formar nuestras conciencias sin respetar lo que la Iglesia verdaderamente enseña.


Cuando tenemos al abiertamente herético Cardenal Blase Cupich pronunciando la invocación en la Convención Nacional Demócrata (en los EE.UU.), tenemos buenas razones para sospechar que los demonios tienen más poder que nunca para distorsionar lo que la Iglesia enseña.


Para muchos de nosotros, sin embargo, el verdadero riesgo no es que formemos nuestras conciencias basándonos en las payasadas anticatólicas de Francisco y de Cupich, sino que lleguemos a la conclusión de que ya no podemos acudir al clero católico en busca de orientación sobre cuestiones morales.


Es este último peligro (que decidamos que ya no podemos pedir consejo a la Iglesia, representada por el buen clero) el que parece plantear hoy una amenaza real para los católicos sinceros que realmente quieren hacer la voluntad de Dios.


Nos enfrentamos a esta tentación en muchas áreas diferentes, que van desde nuestros pensamientos en torno a Francisco hasta si no es lícito votar.


Sabemos que no podemos buscar orientación en sacerdotes heterodoxos, pero también deberíamos recordar que uno de los males del protestantismo es que hace de cada hombre su propio y último juez de la verdad religiosa.


Si es literalmente imposible encontrar un sacerdote católico que nos guíe, parece que no debemos desesperar porque Dios no nos pide lo imposible. Sin embargo, como insistió el arzobispo Lefebvre en su intervención de septiembre de 1965, siempre debemos intentar acudir a la Iglesia (representada por los buenos pastores) cuando surjan cuestiones de fe y moral:


«Como solo la Iglesia de Cristo posee la plenitud y la perfección de la ley divina, natural y sobrenatural, como solo ella ha recibido la misión de enseñar esta ley y los medios para observarla, es en ella donde encontramos a Jesucristo, que es nuestra ley, y lo encontramos en realidad y en verdad».


Ordinariamente aprendemos lo que la Iglesia enseña a través de sus pastores, por lo que debemos esforzarnos por encontrar clérigos que puedan guiarnos, particularmente cuando tratamos de aplicar la enseñanza de la Iglesia a asuntos que surgen en medio de las circunstancias desafiantes en las que vivimos hoy.


Si esto es realmente imposible, entonces podemos confiar en que Dios proveerá.


Si, por el contrario, descuidamos pedir consejo a los buenos pastores porque queremos guiarnos por nosotros mismos, puede suceder que el enemigo de nuestra salvación (en lugar de Dios) sea el que finalmente nos provea tal “consejo”.


Nota del editor: Ante todo lo anteriormente expuesto, ¿Cuál es nuestro deber como católicos? Mantenernos firmes en nuestra Fe; enfocarnos en la Tradición, el Magisterio, las enseñanzas, la liturgia de siempre, es decir todo lo que la Iglesia y los papas preservaron intactos hasta antes de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. En particular, debemos preservar el acto más sublime de nuestro culto a Dios, el Santo Sacrificio de la Misa, el de siempre, el de los santos y mártires desde el primer siglo de la cristiandad, la Santa Misa Tradicional.


¡Corazón Inmaculado de María, ruega por nosotros!




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